Esto de “lo que cayó”, o explotó en Argentina, me ha puesto a pensar mucho en la capacidad de respuesta o la probabilidad de supervivencia humana, ante el inminente fin del mundo dado el advenimiento de un cuerpo celeste de proporciones considerables. Pregunto, ¿Acaso sería un enorme privilegio o una terrible maldición, que nuestra alma haya sido seleccionada entre las tantas posibles encarnaciones humanas, para atestiguar la destrucción de nuestra especie o del planeta?. ¡Eso sería terrible!. Si bien pudiéramos decir que las catástrofes climatológicas que hemos estado presenciando en el planeta, corresponden a un “tirón de orejas” de nuestra madre tierra. Pues, un enorme cuerpo celeste impactándola, sería mucho peor a un terrible correctivo paterno. ¿Luego, qué sentiría la tierra?.
Esta respuesta tiene un alcance infinito. Sin embargo, contemplando al planeta como un ser vivo, tal vez podamos encarnar muy remotamente lo que sentiría la tierra. ¿Una pedrada en el cráneo, una puñalada, o un atropello?. Su centro neurológico (o similar) entraría en tal estado de shock, que en el evento nos extinguiría. El grado de la lesión planetaria, comprometería irremediablemente nuestra subsistencia. Es decir, la súbita ruptura de la contextura tectónica (similar a la apertura de nuestra carne o al quiebre óseo), la posible afectación posicional del eje terrestre (igual a una sacudida corpórea), el impacto atmosférico (similar a comprometer nuestra capacidad respiratoria, por un hemotórax), la pérdida de líquido oceánico (hemorragia masiva tal vez), el desequilibrio climatológico mundial (homologando el cambio de temperatura por el sangrado).
Si el objeto cayera de noche, esa mitad de la tierra moriría casi instantáneamente. ¿Pero qué le ocurriría a la otra mitad?. Si me tocara “la suerte” de estar al otro lado del planeta, lo más probable es que el evento me sorprenda metido en una oficina, bastante distanciado de todos mis seres queridos. Sería una triste paradoja de vida tener que morir rodeado de personas en su mayoría “extrañas” a mis intereses personales (recordando con tristeza, la caída de las torres). Lo primero que fallaría, definitivamente serían las comunicaciones. Es decir, una mitad del globo terrestre quedaría incomunicada de la otra mitad. Desde luego, ya fuera por el daño atmosférico, como por alguna posible sacudida del eje terrestre (si previo al evento, no morimos de facto) el posicionamiento satelital fallaría, y eventualmente la infraestructura del cableado planetario también. Sin embargo, por algún hilo de comunicación, habría de filtrarse la terrible noticia del mundo colapsado.
Lo cual ocurriría simultáneamente al advenimiento de un cielo enrarecido. La temperatura cambiaría mucho en muy poco tiempo. Probablemente se activaría toda la cadena volcánica planetaria, con terribles y fuertes terremotos. El mar se levantaría, y los que estamos próximos a la costa, pues, lo veríamos transformarse de pacífico a monstruoso. Dada la magnitud del daño, puede que estas cosas no ocurran todas juntas, ni tan rápidamente. Al contrario de lo que se ve en las películas (que dicho sea de paso, no está muy lejos de lo que pudiera ser) yo creo que tendríamos algún tiempo para “aterrorizarnos” en breve, antes de cedernos finalmente a la desgracia. El fallo global de la comunicación, y la incipiente aparición gradualmente fortalecida del rumor apocalíptico, generaría una expectativa de pánico terrible. Finalmente, cuando la cadena de acontecimientos empiece a llegar a las ciudades (terremotos, tsunamis, erupciones etc.) y empecemos a percibir la magnitud del daño, el caos ya se habrá instaurado.
Tendríamos sitios demasiado calientes (o fríos), temblores sumamente violentos, suelos partiéndose, y un mar canibalizado, gigante e inestable. Pienso mucho en el hundimiento de regiones planetarias completas, probablemente irrigadas por un sol hasta entonces desconocido por nosotros, un sol quizás radioactivo (por el daño atmosférico, o la explosión). Respiraríamos el aire denso, caliente y tóxico, por las emanaciones terrestres mal habidas. La supervivencia sería cosa de un azar microscópico, deshecho antes de una semana. Es probable que todo lo que alguna vez consideramos “naturaleza”, se vuelva nuestro más ferviente deseo de muerte. Y veremos con mucho sufrimiento, como la misma tierra nos extermina en el intento de su propia supervivencia. Entonces reconoceremos por fin, en triste pasado, que el hombre no fue tan grande como creyó durante toda su existencia. Aceptaremos nuestra extinción serenos, o desesperados, en todo caso victimizados por los acontecimientos. Sin tiempo para despedirnos de nuestros seres queridos, o peor aún, sin tiempo para despedirnos de nuestra propia estupidez.
Yo no sé qué fue lo que cayó en Argentina, si es que cayó algo... Algunos dirán que es darle demasiado color a una simple fuga de gas, o a un simple cortocircuito eléctrico. Pero el suceso me ha dejado muy mala espina al respecto. Sobre todo, si se analiza el evento no como un hecho aislado, sino en integración a otras cosas “raras” que han venido ocurriéndole al planeta. Ahora hay internet, teléfonos celulares inteligentes y demás formas de comunicación casi instantánea, que tal vez nos estén ayudando a concebirnos en unión, como especie, como huésped de este planeta. Quizás todos estos fenómenos existían de antes, de toda la vida tal vez, y sólo ahora hemos empezado a percibirlos en conjunto. Todo bajo el terror apocalíptico, que infunda el hecho de sabernos universalmente débiles, en comparación al planeta y cualquier otra eventualidad que pueda venirnos de allá afuera. Aún así, me queda la fuerte impresión de que ya está siendo tiempo de apreciar más lo que nos rodea (fuera de lo electrónico, el techo y las cuatro paredes). Aceptar con madurez lo malo, lo feo, y lo difícil del ser humano y nuestro planeta. Sin perder la capacidad de amarnos y perdonarnos a nosotros mismos, muy independiente al tiempo que nos quede como especie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario